20 ago 2013

Lector de pensamientos

Mucha gente se agolpa en la taquillas del zoo, deseosa de hacerse con unas entradas, con ganas de pasar una horas contemplando y disfrutando de la visión de animales, aves, reptiles, peces... Bueno, eso es lo que marcan las apariencias, porque, la pura verdad es que por las cabezas de todos los que se arremolinan en la entrada circulan muchos otros pensamientos. Veamos qué.
Para empezar, el gerente, que contempla eufórico la larga cola, se frota las manos disfrutando con antelación del arqueo de caja que hará al concluir la jornada. Podrá así mejorar el balance de la temporada y pavonearse en la asamblea de accionistas a la hora de hacer valer la estupenda planificación que ha preparado para este año.
Inés, la taquillera novata, se deja invadir por la angustia de tener que atender a algún extranjero en su vacilante inglés, algo que ha presentado en su curriculum como un mérito incuestionable. El día anterior, menos mal que no se enteró nadie, vendió a una inocente pareja de jubilados alemanes que se movían en sillas de ruedas, un bono combinado con una empresa de barranquismo y espeleología.
El guardia de seguridad, Segundo Romero de Dios, así reza la placa que lleva al pecho, analiza atento la gente que se agolpa en la puerta tratando de identificar clientes potencialmente incómodos, sobre todo niños díscolos, bebedores insubordinados, adolescentes ruidosos, etc. No puede quitarse de la cabeza que la semana anterior una jirafa apareció con un veraniego flotador de pato, como le recriminó el gerente, en el cuello y a él le abrieron un expediente que no sabe cómo acabará.
La señora rubia que se encuentra primera en la cola y que a duras penas controla a un sonrosado bebé que no para de llorar, se enreda calculando si su despreocupado marido habrá traído suficiente dinero para el día. Todavía se acuerda cómo el año anterior, estando embarazada, se quedó sin comer y aguantó con agua del grifo hasta que pudieron acercarse a un cajero. Y mira al niño estudiando si no le quedará alguna tara por aquel descuido imperdonable.
El marido, que sabemos que se llama Manolo porque la mujer lo llama a voces, anda distraído mirando alrededor y, digámoslo sin rodeos, muy interesado en la contemplación de una turista deslumbrante que se ha preparado para no pasar desapercibida ni entre lo más exótico del zoo. Y Manolo, que ya presiente que su mujer se ha percatado de sus maniobras, se acerca rezongando hacia el niño y la madre, rascándose sin disimulo la nalga derecha.
Más atrás se encuentra un circunspecto varón de aspecto cuidado y ojos escrutadores que no deja de mirar, parapetado en sus gafas de sol, las caras de todos los circundantes. Es don Angel, cura de la parroquia de San Cristóbal de Aranda, una aldea de una provincia lejana. Viene de incógnito, al menos eso pretende, y está haciendo tiempo con una actividad inocente a la espera de una feligresa que vendrá al acabar el día para entretenerse en cosas menos inocentes. Y en eso tiene ocupada su mente, sin duda.
A su lado, tenemos un hombre más, que lleva de la mano a una niña formal y cariñosa. Responde al apelativo de Papi y está orgulloso de haber conseguido la custodia compartida de su hija. Viene a celebrarlo tan contento que aprieta demasiado la mano de la niña y ésta protesta con una mueca que le recuerda a su ex-mujer. Y se le altera el ánimo un pelín, pero sólo un instante.
La niña, Nora según su padre, sabe que hoy es el día apropiado para exprimir al progenitor en un estado dadivoso inusual y no para de imaginar el soberbio y gigantesco helado que se traginará a media mañana, sin sospechar que la mitad acabará pasando por su vestido blanco inmaculado. Ni siquiera prevé que será otro punto de desencuentro entre sus papis.
Al frente de un grupo de escolares de ambos sexos, ruidosos y juguetones, se halla su maestra, doña Mariví del Corro, del Colegio de la Asunción de María Redentora (así rezan las tres lín eas de la placa que lleva al pecho). Vigila con estupor cómo las dos alumnas de prácticas que la acompañan son tan incontrolables como sus niños, pues hablan con todos, obstaculizan el paso y hasta tiran al suelo papeles. Se pregunta por el calibre del dolor de cabeza con el que va a acabar el día, si no ocurre otro percance peor. Dios no lo quiera, se dice a sí misma.
María del Mar Negro, alumna con las mejores notas del año en Magisterio y en periodo de prácticas con doña Mariví, disfruta con los niños y, a juego con la jerga de la profesión, interactúa con los infantes estimulando su pensamiento social. También es cierto que, con poco disimulo, cultiva su ego. Mientras tanto, su tímida compañera, Adelaida Peinador, se empeña en integrar a un niña china recién llegada al grupo y muerta de miedo por el impacto de tanto niño desconocido, acariciándole su negra melena mientras intenta repetir el nombre de la criatura a cambio de una sonrisa de la aludida.
Tras la marabunta de niños y niñas se ve un grupo de hinchas de un club de fútbol ataviados con parafernalia ad hoc. Ya se sabe que los futboleros acérrimos son de pensamiento único y estos parecen romper el molde apareciendo en una actividad cultural. Pero es falsa alarma, que por su mente circula un solo pensamiento: quieren ver a los leones, por aquello de que sus aguerridos jugadores reciben ese apodo. Es de esperar que este día se percaten por fin de que unos y otros son especies diferentes.
Solitaria y perdida entre tanta gente navega despistada la turista deslumbrante que había captado la atención de Manolo, el primero de la cola por méritos indudables de su mujer. Ella está de paso en la ciudad con su marido que ha acudido al XXVI Congreso de Ferroviarios de Vía Estrecha que se celebra anualmente y que ella aprovecha como consorte para disfrutar de unos días de vacaciones y vida social. Hoy ha estrenado el GPS de su marido (es muy fácil, cariño, recuerda que le dijo) y ha acabado entre este gentío cuando ella pretendia pasar la mañana en la playa. Se consuela pensando que la tarde será más romántica.
A continuación, y ya medio ocultos tras un árbol inteligentemente puesto para dar sombra, se ve un grupo de turistas japoneses cargados de cámaras y ataviados con gorritas de idéntico color que se apretujan frente a una guía que enarbola un paraguas que actúa como un imán específico para nipones. La impresión es que quieren disfrutar de la visita de un zoo en un país exótico para ellos. Pero no podremos saber nunca qué piensan, porque este narrador omnisciente no domina el idioma japonés. Ya lo siento, es una falla. ¿Quién le habrá convencido a Juan Badaya de que se meta a escribir historias?
En fin, algo decepcionado por esta incompetencia inexcusable, el tal Juan Badaya, omnisciente a tiempo parcial por lo que se ve, se aleja del escenario entrando directamente en el zoo siguiendo los pasos de la bella Denisse, la adiestradora de delfines del acuario, que se mueve sin pudor frente a sus ojos embutida, o mejor dicho, envasada al vacío en su traje de neopreno. En este trance, el  compungido narrador se cruza con el primer animal del itinerario que hay en el parque, un hipopótamo que asoma el hocico y dos ojos por encima del agua del estanque. Mira distraidamente al animal y nota que le guiña un ojo. Confundido, le observa atentamente. Y ve que el paquidermo repite el gesto y deja asomar una lengua que lame su labio superior en tono picantón. Juan Badaya se asusta y se larga presuroso con la sospecha de que a él también le han leído el pensamiento.
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