Mucha
gente se agolpa en la taquillas del zoo, deseosa de hacerse con unas
entradas, con ganas de pasar una horas contemplando y disfrutando de
la visión de animales, aves, reptiles, peces... Bueno, eso es lo que
marcan las apariencias, porque, la pura verdad es que por las cabezas
de todos los que se arremolinan en la entrada circulan muchos otros
pensamientos. Veamos qué.
Para
empezar, el gerente, que contempla eufórico la larga cola, se frota
las manos disfrutando con antelación del arqueo de caja que hará al
concluir la jornada. Podrá así mejorar el balance de la temporada y
pavonearse en la asamblea de accionistas a la hora de hacer valer la
estupenda planificación que ha preparado para este año.
Inés,
la taquillera novata, se deja invadir por la angustia de tener que
atender a algún extranjero en su vacilante inglés, algo que ha
presentado en su curriculum como un mérito incuestionable. El día
anterior, menos mal que no se enteró nadie, vendió a una inocente
pareja de jubilados alemanes que se movían en sillas de ruedas, un
bono combinado con una empresa de barranquismo y espeleología.
El
guardia de seguridad, Segundo Romero de Dios, así reza la placa que
lleva al pecho, analiza atento la gente que se agolpa en la puerta
tratando de identificar clientes potencialmente incómodos,
sobre todo niños díscolos, bebedores insubordinados, adolescentes
ruidosos, etc. No puede quitarse de la cabeza que la semana anterior
una jirafa apareció con un veraniego flotador de pato, como
le recriminó el gerente, en el cuello y a él le abrieron un
expediente que no sabe cómo acabará.
La
señora rubia que se encuentra primera en la cola y que a duras penas
controla a un sonrosado bebé que no para de llorar, se enreda
calculando si su despreocupado marido habrá traído suficiente
dinero para el día. Todavía se acuerda cómo el año anterior,
estando embarazada, se quedó sin comer y aguantó con agua del grifo
hasta que pudieron acercarse a un cajero. Y mira al niño estudiando
si no le quedará alguna tara por aquel descuido imperdonable.
El
marido, que sabemos que se llama Manolo porque la mujer lo llama a
voces, anda distraído mirando alrededor y, digámoslo sin rodeos, muy
interesado en la contemplación de una turista deslumbrante que se ha
preparado para no pasar desapercibida ni entre lo más exótico del
zoo. Y Manolo, que ya presiente que su mujer se ha percatado de sus
maniobras, se acerca rezongando hacia el niño y la madre, rascándose
sin disimulo la nalga derecha.
Más
atrás se encuentra un circunspecto varón de aspecto cuidado y ojos
escrutadores que no deja de mirar, parapetado en sus gafas de sol,
las caras de todos los circundantes. Es don Angel, cura de la
parroquia de San Cristóbal de Aranda, una aldea de una provincia
lejana. Viene de incógnito, al menos eso pretende, y está haciendo
tiempo con una actividad inocente a la espera de una feligresa que
vendrá al acabar el día para entretenerse en cosas menos inocentes.
Y en eso tiene ocupada su mente, sin duda.
A
su lado, tenemos un hombre más, que lleva de la mano a una niña
formal y cariñosa. Responde al apelativo de Papi y está orgulloso
de haber conseguido la custodia compartida de su hija. Viene a
celebrarlo tan contento que aprieta demasiado la mano de la niña y
ésta protesta con una mueca que le recuerda a su ex-mujer. Y se le
altera el ánimo un pelín, pero sólo un instante.
La
niña, Nora según su padre, sabe que hoy es el día apropiado para
exprimir al progenitor en un estado dadivoso inusual y no para de
imaginar el soberbio y gigantesco helado que se traginará a media
mañana, sin sospechar que la mitad acabará pasando por su vestido
blanco inmaculado. Ni siquiera prevé que será otro punto de
desencuentro entre sus papis.
Al
frente de un grupo de escolares de ambos sexos, ruidosos y
juguetones, se halla su maestra, doña Mariví del Corro, del Colegio
de la Asunción de María Redentora (así rezan las tres lín eas de
la placa que lleva al pecho). Vigila con estupor cómo las dos
alumnas de prácticas que la acompañan son tan incontrolables como
sus niños, pues hablan con todos, obstaculizan el paso y hasta tiran
al suelo papeles. Se pregunta por el calibre del dolor de cabeza con
el que va a acabar el día, si no ocurre otro percance peor. Dios no
lo quiera, se dice a sí misma.
María
del Mar Negro, alumna con las mejores notas del año en Magisterio y
en periodo de prácticas con doña Mariví, disfruta con los niños
y, a juego con la jerga de la profesión, interactúa con los
infantes estimulando su pensamiento social. También es cierto que,
con poco disimulo, cultiva su ego. Mientras tanto, su tímida
compañera, Adelaida Peinador, se empeña en integrar a un niña
china recién llegada al grupo y muerta de miedo por el impacto de
tanto niño desconocido, acariciándole su negra melena mientras
intenta repetir el nombre de la criatura a cambio de una sonrisa de
la aludida.
Tras
la marabunta de niños y niñas se ve un grupo de hinchas de un club
de fútbol ataviados con parafernalia ad hoc. Ya se sabe que los
futboleros acérrimos son de pensamiento único y estos parecen
romper el molde apareciendo en una actividad cultural. Pero es falsa
alarma, que por su mente circula un solo pensamiento: quieren ver a
los leones, por aquello de que sus aguerridos jugadores reciben ese
apodo. Es de esperar que este día se percaten por fin de que unos y
otros son especies diferentes.
Solitaria
y perdida entre tanta gente navega despistada la turista deslumbrante
que había captado la atención de Manolo, el primero de la cola por
méritos indudables de su mujer. Ella está de paso en la ciudad con
su marido que ha acudido al XXVI Congreso de Ferroviarios de Vía
Estrecha que se celebra anualmente y que ella aprovecha como consorte
para disfrutar de unos días de vacaciones y vida social. Hoy ha
estrenado el GPS de su marido (es muy fácil, cariño, recuerda
que le dijo) y ha
acabado entre este gentío cuando ella pretendia pasar la mañana en
la playa. Se consuela pensando que la tarde será más romántica.
A
continuación, y ya medio ocultos tras un árbol inteligentemente
puesto para dar sombra, se ve un grupo de turistas japoneses
cargados de cámaras y ataviados con gorritas de idéntico color que
se apretujan frente a una guía que enarbola un paraguas que actúa
como un imán específico para nipones. La impresión es que quieren
disfrutar de la visita de un zoo en un país exótico para ellos.
Pero no podremos saber nunca qué piensan, porque este narrador
omnisciente no domina el idioma japonés. Ya lo siento, es una falla.
¿Quién le habrá convencido a Juan Badaya de que se meta a escribir
historias?
En
fin, algo decepcionado por esta incompetencia inexcusable, el tal Juan Badaya, omnisciente a tiempo parcial por lo que se ve, se aleja
del escenario entrando directamente en el zoo siguiendo los pasos de
la bella Denisse, la adiestradora de delfines del acuario, que se
mueve sin pudor frente a sus ojos embutida, o mejor dicho, envasada
al vacío en su traje de neopreno. En este trance, el compungido narrador se cruza con el
primer animal del itinerario que hay en el parque, un hipopótamo que
asoma el hocico y dos ojos por encima del agua del estanque. Mira
distraidamente al animal y nota que le guiña un ojo. Confundido, le observa
atentamente. Y ve que el paquidermo repite el gesto y deja asomar una lengua que lame su
labio superior en tono picantón. Juan Badaya se asusta y se larga presuroso con
la sospecha de que a él también le han leído el pensamiento.
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