7 jul 2013

El gregario

Pensando únicamente en una de ellas, exactamente en la duodécima etapa, acudí con mi equipo al Tour de Francia.
Pertenecía a un equipo prestigioso, pero mi papel era de puro gregario. Obedecía órdenes del director, controlando la carrera en los primeros km y estando pendiente de que no faltara, agua, comida y apoyo estratégico al jefe del equipo y a los dos compañeros encargados del tramo final.
Pero había un día que nos dejaban buscar nuestra oportunidad. Y yo elegí la etapa duodécima, de 193 km, en el Tourmalet, puerto “fuera de categoría”, 2.115 m, 7’47% de desnivel, en Pirineos.
Dicho y hecho. En los primeros 30 km entré en una escapada que alcanzó, a falta de 52 km, 12‘ de ventaja sobre el pelotón. Para no ser cazado me fui en compañía de un polaco astuto. Juntos nos mantuvimos con 5’ de diferencia hasta las primeras rampas del puerto, a 18 km de meta.
Mi director me animaba incrédulo. Yo, como se dice en argot ciclista, apretaba el culo y pedaleaba. Y me quedé solo a mitad de ascensión. Era todo agónico, mis ojos estaban vidriosos y el público, dicen, me llevó en volandas. A falta de 1 km era el primero con 59’’ de diferencia. Me veía ganador y pedaleé ciego de ambición. Tan ciego que ni siquiera vi que en los 50 últimos metros unas sombras borrosas y coloridas me superaron por derecha e izquierda. Uno de ellos me dio una palmada en el culote. Era Miguel Indurain. Fue mi mejor premio.
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