Pertenecía a un
equipo prestigioso, pero mi papel era de puro gregario. Obedecía
órdenes del director, controlando la carrera en los primeros km y
estando pendiente de que no faltara, agua, comida y apoyo estratégico
al jefe del equipo y a los dos compañeros encargados del tramo
final.
Pero había un
día que nos dejaban buscar nuestra oportunidad. Y yo elegí la etapa
duodécima, de 193 km, en el Tourmalet, puerto “fuera de
categoría”, 2.115 m, 7’47% de desnivel, en Pirineos.
Dicho y hecho.
En los primeros 30 km entré en una escapada que alcanzó, a falta
de 52 km, 12‘ de ventaja sobre el pelotón. Para no ser cazado me
fui en compañía de un polaco astuto. Juntos nos mantuvimos con 5’
de diferencia hasta las primeras rampas del puerto, a 18 km de meta.
Mi director me
animaba incrédulo. Yo, como se dice en argot ciclista, apretaba el
culo y pedaleaba. Y me quedé solo a mitad de ascensión. Era todo
agónico, mis ojos estaban vidriosos y el público, dicen, me llevó
en volandas. A falta de 1 km era el primero con 59’’ de
diferencia. Me veía ganador y pedaleé ciego de ambición. Tan ciego
que ni siquiera vi que en los 50 últimos metros unas sombras
borrosas y coloridas me superaron por derecha e izquierda. Uno de
ellos me dio una palmada en el culote. Era Miguel Indurain. Fue mi
mejor premio.
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