El
verdugo cumplía su labor en el cadalso con parsimonia, presta el
hacha, limpio el apoyo en el que el reo debía colocar la cabeza y
despejado el escenario para facilitar la visión a la plebe.
El
reo sostenía la mirada a cuantos le escrutaban. Era
ajusticiado por insolencia al rey.
En
pleno rito el verdugo alzó disimuladamente el verduguillo y dejó
ver su cara:
-¿Me
conoces, Crespillo? Soy Juanillo, el de la Inés, la del molino.
-¡Ah,
la ramera Inés! –contestó con calculado desdén.
El
hijo de la molinera frunció el ceño, ocultó su rostro bajo la
capucha y resopló harto de ira.
El
reo sonrió con suficiencia. Acababa de negociar un corte limpio y
eficaz.
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