Se sentó a mi lado a tomar un café una mujer, lo digo sin querer ofender, anodina. Cuarentona, si nada especial que llamara mi atención. Todo cambió cuando sonó el celular. Con voz risueña saludó y preguntó por el estado de su interlocutora. Rápidamente pasó a contar su vida. He dejado a las niñas en la escuela y he pasado a hacerme una analítica del colesterol. Enseguida entro a trabajar, tengo que discutir la comisión de unas cerámicas. Se las va a llevar la decoradora y no ha hecho nada, todo yo. Ja, ja. El sábado es mi cumpleaños y tengo que organizar la celebración, hoy empiezo con los preparativos, estás invitada. A la tarde paso consulta de ginecología, me toca mamografía. ¡Uf! Y que no se me olvide llevarle las recetas a mi madre. Está en el gimnasio y me dice que no puede ella, tendrá cara. Oye, si estás muy liada manda a tu hija a dormir con mis niñas, que cene con ellas, que ya casi están de vacaciones. Bueno, me cojo el carro de las compras y me voy.... Y de este tenor fue la conversación. Creo que cuento todo lo que oí, aunque seguro que me dejo algo. Estaba claro, aquella mujer era incansable, qué de cosas hacía. Me giré hacia su mesa y me dejó más sorprendido aún: Sin callar un segundo se había tomado el café con su tostada de mermelada y ya estaba pagando y acercando plato y tazas a la barra. ¡Uf, yo no soy nadie, me quedé pensando!
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