Le llamaron para arreglar un tejado y aceptó el encargo. Colocó cada teja en su lugar y desaparecieron las goteras, por lo que le pagaron lo convenido. Lo mejor, o la sorpresa, llegó después. Un vendaval desacostumbrado destrozó muchos tejados, menos el recién arreglado. Bueno, esto es un secreto a voces, porque los servicios secretos no fueron capaces de descubrir de qué edificio era la teja que salió volando y atizó en la cabeza al señor obispo que acabó yéndose directamente a la tumba. Eso lo sabe él, el contratista. Yo sé las tejas que pongo, comentó a la gente de confianza, era mía. Fuera o no fuera, el caso es que durante al menos un año entero el artesano estuvo recibiendo felicitaciones personales de todo el clero de la ciudad y parte de la feligresía.
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