El reo fue conducido al cadalso y entregado al verdugo. Hablaron entre ellos y parece que llegaron a un acuerdo. Este proscrito dice que quiere cumplir su última voluntad, explicó el del verduguillo, que no es otra que contaros un chiste. Hubo murmullos en la plaza. Si su majestad da su permiso, añadió, dirigiendo una mirada a la autoridad presente. ¡Qué empiece ya!, exclamó el gentío. El condenado inició su parlamento con parsimonia, aceleró poco a poco y consiguió acabar la historia entre risas atronadoras que no cesaron en mucho rato. Mientras, el penado colocó su cabeza sobre un madero y esperó que el del verduguillo la seccionara de un golpe seco. Pero el verdugo no paraba de reír y entre convulsiones atizó tres hachazos sin ninguna puntería, de modo que el público cada vez reía más. Finalmente, el rey sujetándose las tripas con la mano izquierda pudo levantar el pulgar derecho y salvar de la decapitación al convicto. El alguacil, con lágrimas en los ojos y risa contagiosa, lo soltó y le invitó a abandonar el patíbulo, entre los aplausos y golpes en la espalda de todos los asistentes.
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