El niño andaba ya por los dos años y disfrutaba mucho jugando con el padre. Ven para acá, Mierdecilla, le pedía el padre. El bebé obedecía risueño y, además, intentaba repetir el apelativo. “Miedicilla”, era todo lo que conseguía oír el padre con orgullo. El asunto aquel del mote enfadó a la madre. Ya está bien de llamarle así, vas a arruinar su autoestima cuando sepa el significado. El padre, a su pesar, hizo caso. Pero, lo que son las cosas, en aquellas fechas ocurrió un hecho gozoso para el niño y familia en general. Llegó un perrito precioso a la casa y tuvieron que ponerle un nombre. Decidieron votar entre los tres miembros de la casa y, antes de que los adultos dijeran algo, el niño hizo una propuesta: “Miedicilla”. El padre se entusiasmó con el nombre y la madre al instante supo que había pedido la votación. Estaba todo dicho, solo faltaba esperar un poco para que el niño pronunciara bien el nombre del cachorro recién incorporado a aquella cariñosa familia. Lo malo fue que cuando llamaban al perro por su nombre, para desesperación de la madre, el niño alzaba la cabeza como dándose por aludido.
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