30 jun 2023

Edurne

Ese es su nombre. Salió de su país a los 10 años, empujada por las circunstancias, eufemismo que usamos para no dar más vueltas a asuntos más crudos. Y vivió 80 años más al otro lado del Atlántico. Pero en un momento dado hubo un algo en su interior que le exigió volver a la tierra de su infancia y dejarse morir mansamente allí para ser enterrada junto a sus ancestros, ya que en aquellas tierras no dejaba familia alguna, solo buenos amigos. Y hete aquí que se nos presentó de repente en el aeropuerto con tres enormes maletas dispuesta a encontrar una residencia para la tercera edad, no sé si ella ya estaba en la cuarta, esperando con absoluta confianza en la bondad del destino. Cierto es que apareció un primo de sangre que se sumó con entusiasmo al empeño y que ambos juntos hicimos bingo, porque así es como ocurrió, ya que, tras un fin de semana de incertidumbre, en el primer lunes disponible y en el segundo intento encontramos una residencia con plaza disponible para acogerla. Ella, con su andar renqueante y conversación incesante, dio el visto bueno y hoy, miércoles, ha hecho su entrada triunfal en el centro. ¡Menudo recibimiento le han hecho! Al menos 10 empleados, más bien empleadas, le han prestado atención y a ella no le ha faltado conversación con nadie. Al rato la hemos dejado en su habitación porfiando con una supervisora por meterse en la cama o ir al comedor. El comedor es antes, eso es innegociable, le ha advertido. Es que no me he recuperado del vuelo transoceánico, decía. Lo primero es comer, fue la frase lapidaria y cariñosa que acabó con la duda. Y allí la hemos dejado, con cara sonriente y alma ilusionada. Por fin, había conseguido su sueño, algo de lo que tuve noticias hace casi una década. Para despedirme, la he mirado a los ojos, esos ojos que llevan 90 años abiertos, que han peleado con éxito contra el glaucoma y que parecen que hablan. La he visto feliz. Igual que yo.
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