Conocí un pastor de ovejas que trabajó sin descanso durante 40 años en su oficio. Manejaba 400 cabezas, pastos, partos, ordeño, queso e interminables caminatas de continuo. Sus mastines y perros eran parte de la música cotidiana que le ayudaron a mantener el rebaño en orden y el lobo a distancia, no sin tener que sufrir bajas de vez en cuando. Pero pasó el tiempo, el inexorable, que hizo que aquella dura vida cambiara con la vejez. Se quedó con 10 ovejas por aquello de no perder el oremus, que se dice. Fue duro, máxime cuando vimos que le visitó de manera cruel un amigo común, un tal Alzheimer que siempre merodea por ahí. A partir de entonces comenzó una cuesta abajo que todos contemplamos sin nada que poder hacer. Para colmo, cuando se llega a cierta edad, parece que te pierden el respeto, porque a los sinsabores de la enfermedad que no cesa, se te unen las alimañas. Sí, alimañas. Porque aún recuerdo con qué pena contaba que, ante la ausencia de perros guardianes en su hacienda, el zorro le había arrebatado la mitad del gallinero, y que el lobo había hecho cruzar la frontera de la vida a 4 de sus 10 ovejas. ¡Qué malo es llegar a viejo!, me decía, mirándose en el espejo del desamparo. ¡Qué duro!, repetía. Yo, que le saco algún año, miraba alrededor y me rebelaba. Ninguno de los dos sabíamos pelear contra la impotencia.
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