Cuando García escuchó cierta conversación, aparentemente intrascendente, en el autobús se puso en guardia. Una chica aseguraba con firmeza que ella no quería morir, sólo quería dejar de sufrir. Su interlocutor, un amigo por lo que se supone, le preguntaba por cuál era la salida que se planteaba. Desaparecer, no hay otra, le dijo. García se quedó traspuesto. Eso era lo que él sentía cada vez que se le venía a la cabeza la idea de suicidarse. Observó a la chica, le leyó el alma en aquel instante y se sintió obligado a hacer algo. Se bajó en la misma parada que ella, la siguió y buscó el momento de abordarla. Tendrían mucho que compartir, pensó. Aceleró el paso y se puso a su altura. Perdona, soy García, le dijo, ¿podemos hablar? Di lo que quieras. Creo que la vida ofrece más oportunidades de gozar que de sufrir. Es cuestión de esperar. La chica abrió desmesuramente los ojos, como si estuviera ante uno de los siete arcángeles que venía a preocuparse por su alma. Y no calló ante tamaña aparición. Tengo una enfermedad terminal. Pido la eutanasia, estoy en mi derecho, ¿no? García calló. Se dio media vuelta, aunque no pudo dejar de escuchar un consejo final. Y no te suicides, que se te ven las ganas en la cara. Hay que aguantar hasta el último día... A él sí que se le apareció aquel día un arcángel, quizás San Gabriel, ¿por qué no?
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