28 may 2021

Sorpresas que da la vida


En la primera película de Tarzán, en 1932, mi abuelo cuenta que trabajó como entrenador de monos. De monos comparsa, quiero decir, porque Chita tenía su propio equipo. Él se limitaba a hacer que sus monos ambientaran las escenas, dieran verosimilitud a aquellos escenarios de jungla artificial y que molestaran lo menos posible a los técnicos y artistas, especialmente a
Johnny Weissmüller. Allí nació una amistad entrañable, explicaba. La protagonista irracional, eso decían, de aquellas películas debió observar en mi abuelo un algo de lo que él no era consciente. El trato y atención que dispensaba a sus simios debió dejarla enamorada, porque en cuanto podía, Chita se le acercaba y le regalaba abrazos y carantoñas, tratando de cautivarlo. El caso es que a él, así lo contaba, eso le gustaba y acabó correspondiendo a tantas muestras de amor sincero. Los cuidadores de la simia acabaron mirándole con algo más que celo, exactamente recelo.  Así que también hizo enemigos. Con tan mala fortuna que ya no volvieron a llamarle más veces en la Metro-Goldwyn-Mayer, aquella productora en la que fue tan feliz. Siempre recordaba aquel rodaje de "Tarzán de los monos" con una frase solemne sacada de alguna película. Qué pena, se lamentaba, "aquello pudo ser el principio de una gran amistad".

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