En
la escuela aquella de los años 60 en la que yo estudié, Pablito era
el compañero que tenía las mejores chapas. Era el amigo de juegos
más deseado, porque nos dejaba tocar sus piezas de hierro fundido
cuando jugábamos en el patio sacando billetes de tren a golpetazos
de un circulo pintado en el suelo. Recuerdo que mi chapa era birriosa
y las de él brillantes y poderosas. Todos sabíamos que su padre era
el guarda en la fundición y que ahí radicaba su poder. Después de
él, y sólo después de él, el prestigio era más escalonado y
jerárquico. Por ejemplo, Felisín era hijo del carnicero y llevaba
los mejores bocadillos de chorizo Pamplona. Como estaba cansado de
comer todos los días lo mismo, siempre regalaba algo. González era
hijo de un municipal que iba siempre con pistola, y nunca nos
metíamos con él. Que se lo digo a mi padre, amenazaba. Eduardo era
hijo del acomodador del cine y era muy apreciado por todos, porque
nos colaba en el cine en las matinales de los domingos. Sin abusar,
se quejaba cuando empezábamos a ser multitud a su derredor. También
teníamos en mucha consideración a Sebas, pero solo por un motivo,
tenía seis hermanas todas muy atractivas y no sabíamos cómo
acercarnos a ellas de torpes que éramos. Cuando estábamos con él y
las hermanas se ponían a tiro, nos poníamos todos un poco huecos
para mejorar inútilmente nuestros encantos. También teníamos
manías, por ejemplo con Arrieta, que tenía un hermano portero en el
equipo del pueblo y siempre le poníamos de portero en nuestros
partidos. Mira que era malo, nadie quería elegirlo para el equipo.
Pero, eso sí, siempre estaba en la portería. Y a Zamacona, el hijo
del dentista, lo teníamos olvidado, que nadie esperaba favores de su
progenitor. También Berto era respetado, porque su padre trabajaba
en un taller de coches y era el que nos hinchaba gratis los balones.
Hasta que un día le llevamos un pelotón viejo y nos lo explotó de
la presión que puso. A tomar por culo, dijo. Ni se disculpó.
Estuvimos un mes sin balón y a Berto le hicimos el vacío. Luego le
perdonamos, porque metía todos los penaltis. Y qué decir del hijo
del maestro. Al principio se chivaba de todo y no lo podíamos ni
ver. Pero un día, su padre, don Gerardo, dijo que sólo hay que
chivarse en los casos graves que atenten contra el estado. Nadie
sabía qué era eso del estado, pero Gerardito ya no se chivó más.
Claro, tenía ya 10 años y le llegó la hora de tener amigos, digo
yo. Y lo mejor, que empezó a pasarnos los deberes. Y ¿yo? Bueno, yo
no tenía a favor más que a mi tío, que era ciclista y corría con
Loroño. Mi tío era un matado que hacía de gregario ayudando al
jefe y llevándole bidones de agua y vituallas, como decía él. Pero
mi tío era una mina de información y cada vez que coincidíamos me
enteraba de todos los chismes de las carreras. Así que me
especialicé en contar batallas del pelotón, la mitad verdad y la
otra mitad adobadas por mi imaginación. Así mejoré mi vis
narrativa y conseguí dos cosas: amigos y aprender a contar cuentos.
Se nota, ¿verdad? ¡Infancia feliz! La añoro.
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Bonito repaso a la historia de cualquiera de nosotros. Es de esos relatos que se leen con media sonrisa puesta en la cara y que dejan un poso alegre y nostálgico en el cuerpo. Muy bueno.
ResponderEliminarUn abrazo Juan.
¡Ay qué infancia tuvimos! Yo creo que algo debimos tener que sufrir, pero es que ya no me acuerdo de nada. Tu comentario me anima, gracias.
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