Llegó
la primera noche de Navidad y se desataron las hostilidades entre la
familia restante, digo restante, porque es lo que quedaba tras la
muerte de la matriarca de la familia con 98 años. Los descendientes
apretados por la angustia, por la necesidad o por el miedo sacaron el
hacha de guerra diciéndose de todo. Repito, de todo, que aquello
parecía ser el ocaso de una saga completa. El advenedizo alucinaba
en distintas dimensiones, hasta llegar a pensar que aquella familia
se difuminaba en un ir y venir. Se equivocaba. Después del maremoto
llegó las calma. ¡Gilipollas!, le gritó al amanecer un hermano a
otro. No me has dejado dormir en toda la noche con tus ronquidos.
Había
vuelto la normalidad.
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