La
niña adoraba las mariposas blancas, se le iba la vista tras ellas y
aplaudía a su paso. Era feliz y el abuelo no se atrevía a mostrarle
la verdadera cara del asunto. Él las mataba cuando estaba solo, las
perseguía con su cazamariposas y las ahogaba en el pozo sin piedad.
Si eso no era bastante, echaba veneno para que no aparecieran por
allá. Sin embargo, cuando la nieta salia al jardín le seguía la
fiesta como si nada. ¿Era un Mengele más? ¿Un obseso exterminador
sin escrúpulos? No, no hay que ir tan lejos. Era un cultivador de
coles, de eso vivía en parte, y la mariposa blanca constituía una
plaga temible en su plantación. No había más que ver qué ocurría;
primero, los inocentes huevos amarillos que depositaban en el envés
de las hojas y, segundo, las orugas gigantescas que aparecían de la
noche a la mañana y devoraban las plantas sin piedad. Un lepidóptero
de la familia piéridos (Pieris
brassicae), nada menos.
Yo solo me defiendo, decía el abuelo, o ellas o yo. O mis coles,
vale.
_____ o _____
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