Como
Angel Doce era un alumno espabilado, el maestro le pedía algunos
esfuerzos extras para el buen funcionamiento del aula. Por ejemplo,
tenía que proveer de tinta a sus compañeros. Angel volcaba en una
botella de cuello ancho una cucharada de un polvo oscuro, la llenaba
de agua hasta el borde, colocaba un tapón, agitaba el recipiente y
luego iba sirviendo el líquido en el tintero de cada pupitre. Así
aprendíamos todos caligrafía en letra bastardilla. Como lo hacía
tan bien, el maestro le encargó, además, que preparara la leche que
nos daban a todos los niños de la posguerra. El procedimiento era
parecido. Llenaba una cantina de agua caliente, volcaba tres cazos de
leche en polvo y los agitaba con un cucharón para conseguir una
leche homogable con la de la peor vaca del pueblo. Se esforzaba por
evitar los grumos y hay que reconocer que no siempre lo conseguía.
Pero un día provocó el enfado del maestro, don Gerardo, porque la
leche cambió un poco de color. Es que me he confundido y se me ha
caído un poco de polvo de tinta, lloraba. Dio igual, porque nos la
bebimos todos, menos Quique, el hijo del boticario.
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