Cuando
se repartieron las virtudes y los defectos tuve suerte, decía el
vanidoso. Yo, en cambio, salí poco favorecido, protestaba el hombre
vulgar. Cierto es que tengo algunos defectillos, pero no son nada
comparados con mis virtudes, insistía el afortunado en dones de la
naturaleza. Pues yo tengo muchas cosas positivas, argumentaba el
malparado por la fortuna, pero es que no se me ven. El uno sonreía
ufano, el otro fruncía el ceño. Yo podría llegar a presidente,
presumía el jactancioso. Yo solo valgo para comparsa. Aquello
parecía una letanía interminable en la que a cada elogio seguía
una mortificación. Y así quedó, que no era más que una
conversación de juventud. Pero pasaron los años y las cosas fueron
quedando en su sitio. Ni el uno llegó tan alto ni el otro quedó
sumido en el olvido. Se vieron de reojo en el funeral de un amigo
común. Viejos, calvos, gordos y sin lustre. La vida les había
baqueteado por igual. El vanidoso miraba con disimulo pensando que él
era un ser superior, ciego ante las evidencias. El humilde se reía
para sus adentros, que la vida no le había ido tan mal. El uno
estaba rodeado de orgullo, lo único que tuvo siempre en abundancia.
El hombre vulgar se reía de sí mismo y del mundo en general,
pensando que la vejez les había igualado. El siempre había tenido
mucho sentido común.
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