El
sapo se enfrentó al perro guardián exhibiendo sus armas. Se hinchó
como un globo y mostró su piel purulenta para amedrentar. El mastín
se achicó y el batracio cantó victoria. Aquellos eran su dominios.
El perro, arrogante, levantó la pata con desdén y se marchó dejando marcado el
territorio con sus orines. Todos satisfechos. Menos la señora María,
que aquel día notó que sus fresas tenían un sabor desacostumbrado.
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