Ella
quería mucho a su marido, eso decía, y lo demostraba estando junto
a él siempre. Es cierto que a veces discutían y se enfadaban, pero
la verdad es que compartían muchas horas y minutos de cada día. Un
psicólogo descubriría que en el fondo había un rencor subterráneo
que de vez en cuando afloraba. Ella, más de una vez, recordaba las
palabras hirientes que él una vez había proferido, las afrentas,
los olvidos imperdonables, los silencios, las rutinas, los... El
callaba para no tener que enumerar otras cuentas pendientes por su
parte. En el fondo, diría el citado psicólogo, ustedes han perdido
la capacidad de escuchar, cada uno se escucha a sí mismo y se da la
razón como si fuera un juez. Era cierto que el enfado acababa como
acaba la noche con el día y el día con la noche. Y que pasados los
furores que brotaban como del cráter de un volcán, se les veían
juntos de nuevo, cada uno en su castillo, con una tregua firmada
hasta la próxima erupción. Pero, de nuevo diría el psicólogo de
turno, allí no había guerra de verdad, allí cada uno necesitaba
del otro y el otro del uno. Como casi siempre.
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