Hay
actos simples y cotidianos a los que no damos apenas trascendencia.
Eso es lo que me sucedía a mí cada vez que me acercaba a una
papelera urbana para arrojar las cacas de mi can. Pero ayer ocurrió
que no fue así. Un departamento de la Facultad de Sociología de la
Universidad de Oklahoma estaba haciendo un estudio sobre los hábitos
cívicos de nativos de cinco continentes y, qué casualidad, me
eligieron a mí como un aborigen de referencia en Europa. Y todo
porque me vieron depositando en una papelera las heces de mi
mascota. Mi confusión inicial fue enorme, pero acabé aceptando la
situación. Primero comprobaron que pertenezco por muchas
generaciones a la fauna humana de este continente, luego me asaron a
preguntas y me hicieron repetir numerosas veces la acción para
realizar unas tomas, cerciorándose de que prefiero dejar las cacas
del can en papeleras antes que en el suelo. Un recio investigador me
arreó dos buenas palmadas en la espalda por pertenecer al grupo de
humanos civilizados que aún quedan en el planeta, una de las
entrevistadoras me soltó un beso de agradecimiento por ser tan
amante de la higiene, un becario llegó incluso a abrazar a mi perro
diciéndole que yo soy una especie en extinción, que qué suerte la
de mi perro, el productor del programa me anunció que mi nombre y
efigie figurará en un monumento erigido en el campus de la Oklahoma University. En
fin, que no entiendo que un acto tan simple y obligado merezca tantos
honores y celebraciones. ¿Estaré en peligro de extinción? Siento
estupor.
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