Que
Rosaura era una mujer animalista y cabal lo sabía todo el mundo,
pues cumplía siempre con lo que ella consideraba justo, incluso
cuando iba en contra de sus intereses. Pero hubo algo con lo que
sufrió mucho y que durante un tiempo la tuvo en vilo. Era la visita
anual de La
Entrometida y El Compadre,
como ella les llamaba. Siempre ocurría en el mes de abril, cuando
una pareja de golondrinas testarudas se empeñaban en colocar su nido
bajo el alero de su balcón, justo donde ella colgaba la ropa a secar
y donde lucían las flores más hermosas que tenía en la casa. Para
evitar la concentración de heces de La
Entrometida y El Compadre trató
de ahuyentarlas decenas de veces, otras tantas de minimizar el
impacto y cientos de veces de encontrar el lado romántico del asunto
antes de pasar a la destrucción del aposento de las aves.
Finalmente, cerca de la desesperación, encontró un consejo en su
amigo El
Depredador,
como ella le llamaba a Artola, el carnicero de su calle. Pon un gato
o un búho de porcelana en la barandilla, mujer. Santo
remedio. Desde aquel día y año, no recibió más visitas de pareja tan
incómoda. Es que has perdido instintos ancestrales, se mofaba
Artola.
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