31 mar 2017

Penas de un cabo

El comandante de la VI Brigada de Zapadores no tenía razón cuando me dijo que yo no tenía dotes de mando. Eso era lo más fácil de decir aquella mañana en que yo llevaba a unos reclutas recién llegados al cuartel a que les equiparan con uniformes y botas militares. Eran, repito, recién llegados y yo les puse en formación de a dos y les hice avanzar lo mejor que pude hacia la zona de intendencia. Pero el jodido comandante me pilló en mitad de la Plaza de Armas, justo donde más duele, a la sombra de la bandera que ondeaba al viento, y que ni se inmutó ante lo que yo y mis reclutas novatos hacíamos. No tiene usted dotes de mando, me reprochó. Sí, mi comandante, le dije, son reclutas que hoy mismo se incorporan. Me preguntó por quién era mi capitán, me temí lo peor. Continúe con más disciplina, me exigió, perdonándome un castigo de falta de espíritu militar, que nunca tuve, por el solo hecho de citarle por su cargo de comandante, un ascenso que habría conseguido con esfuerzo y que le llenaba de orgullo. 
Pero, ¡ay!, el prepotente militar no estuvo a mi lado el día del arresto en el que sí demostré autoridad. Llevaba a toda una compañía haciendo instrucción, ya se sabe, un, dos, tres, todos en formación y parándose a la voz de ¡altooo! Pues bien, llegamos a la piscina y yo, que soy disléxico sin diagnóstico firme, confundí derecha con izquierda y conseguí que toda la primera hilera de la IV Compañía de Zapadores se cayera a la pileta. A los 10 soldados les salió muy bien, rebaje y permisos por medio, pero yo, seguí de cabo raso durante un año más, después de pasar un mes de arresto en el cuartel. No fue en vano, que, de contarlo tantas veces, creo que allí nació mi vocación literaria. 
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