El
comandante de la VI Brigada de Zapadores no tenía razón cuando me
dijo que yo no tenía dotes de mando. Eso era lo más fácil de decir
aquella mañana en que yo llevaba a unos reclutas recién llegados al
cuartel a que les equiparan con uniformes y botas militares. Eran,
repito, recién llegados y yo les puse en formación de a dos y les
hice avanzar lo mejor que pude hacia la zona de intendencia. Pero el
jodido comandante me pilló en mitad de la Plaza de Armas, justo
donde más duele, a la sombra de la bandera que ondeaba al viento, y
que ni se inmutó ante lo que yo y mis reclutas novatos hacíamos. No
tiene usted dotes de mando, me reprochó. Sí, mi comandante, le
dije, son reclutas que hoy mismo se incorporan. Me preguntó por
quién era mi capitán, me temí lo peor. Continúe con más
disciplina, me exigió, perdonándome un castigo de falta de espíritu
militar, que nunca tuve, por el solo hecho de citarle por su cargo de
comandante, un ascenso que habría conseguido con esfuerzo y que le
llenaba de orgullo.
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