La
lechuza era muy metódica y puntual. Todos los días y sobre la misma
hora entraba en el pórtico de la iglesia románica a buscar refugio
para la noche. Ella trataba de pasar desapercibida,
pero no, no era así, que al amanecer abandonaba el lugar dejando
rastros de su presencia, unas manchas blancas en el suelo que se iban
después de mucho frotar y unas bolas de tamaño considerable al
lado. No me las toque, dijo un biólogo de una ONG, que son
egagrópilas de mucho valor. Eso es mierda, con perdón explicaba la
sacristana. Bueno, son regurgitaciones del ave, permiten conocer su
alimentación y la fauna que habita el entorno. A la buena de
Marcelina ya no le pudo caer bien el ecologista aquel. Mira que
coleccionar mierdas de lechuza, se decía. Pero llegó el día que se
acabó la investigación para el de la ONG, pues la lechuza dejó de
pernoctar allí. La culpa de ello era de la sacristana que todas las
noches encerraba un perro en el pórtico con un buen corrusco de pan,
con la clara intención de espantar a la intrusa. Por Dios, ¿cómo
me hace eso?, se quejaba el ecologista. ¡Por la Virgen, mire cómo
ha dejado el capitel ese bicho asqueroso...! La verdad era que,
apoyada en uno de los vértices, había una egagrópila en equilibrio
inverosímil. El estudioso se largó frustrado, nadie nos toma en
serio a los ecologistas, se quejaba. Lo que me ha costado colocar esa
mierda en el capitel, se regocijaba la señora Marcelina, mientras
despejaba el capitel de un escobazo.
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