22 ago 2016

Un resabidillo cualquiera

Ayer, por vez primera en mi vida, visité un molino de viento. Sus grandes aspas eran todo un reclamo para mi curiosidad. Dentro, pronto entendí su funcionamiento, el eje por el que las aspas transmitían el movimiento, las ruedas dentadas que multiplicaban las rotaciones, la tolva que recibía el cereal, la muela que trituraba el grano, el canal que transportaba la harina. Y me dediqué a bautizar todos los elementos.
-Y ¿quién mueve el timón para poner las velas al viento?
-Se llama palo de gobierno, señor -me dijo el empleado que lo atendía.
-Y el tejado ¿gira sobre un carril?
- Sobre el tambor, señor.
-Pero las aspas suelen tener velas para aprovechar el empuje del viento, ¿no?
-Las llamamos lonas, señor, las pongo yo.
-Son las que están dobladas en la planta baja, ¿verdad?
-No, en el silo se metían las mulas, las lonas o lienzos van en la camareta y arriba, en el moledero, las piedras, la maquinaria y los ventanillos para saber qué viento sopla, si es solano alto, solano fijo, solano hondo, moriscote, ábrego hondo, ábrego alto, toledano, cierzo, matacabras y mediodía...
Ante tanta erudición no me quedó más remedio que callar y aprender. Allí había mucha sabiduría. Me quedó una satisfacción, la de probar la harina que contenía un saco, ¡uy, perdón!, un costal. Introduje mis dedos y los llevé repetidamente a la boca con una buena porción de molienda. Sabía a gloria. Y el empleado esta vez no me corrigió, simplemente sonreía. Seguro que pensaba que con la boca ocupada incordiaba menos.
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