Recuerdo
como si fuera hoy mi primera caída de una bicicleta. Yo tenía
apenas 8 años y acababa de aprender a dominar el velocípedo que
siempre hubo en la casa familiar. Era una bici sin barra que, decían,
había pertenecido a un cura que vestía sotana, allá por los años
60 del pasado siglo. Pesaba cerca de 15 kilogramos y obviamente era
relativamente fácil de manejar cuesta abajo y no al revés. El caso
es que orgulloso de mi nueva habilidad, hice mis pinitos recorriendo
la calle principal del pueblo y quise saludar a cuantos vecinos
encontré en el camino, especialmente a la señora Felisa, amiga de
la familia y notario oficioso del lugar. Pero cometí el error del
principiante, soltar una mano del manillar y, como no me daba el
cuerpo para ir sentado en el sillín mientras pedaleaba, hice honor
de forma inmediata a la Ley de la Gravedad, acabando hecho un guiñapo
en brazos de la señora Felisa, el primer buen samaritano que conocí
en mi infancia.
-Jesús
-se quejaba mi benefactora-, esta juventud.
Recuerdo
que mantuve el tipo y no lloré, no fuera que se enterara mi abuela querida de alguna más de mis flaquezas.
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