El
bracero recogía melocotones cuidadosamente de las ramas de los
frutales a toda velocidad. Sabía que la sombra le protegía al
menos durante dos horas más y, por eso, trataba de llenar los
capazos en el menor tiempo posible. Cuando consiguió completar los
cestos estipulados en su contrato diario se dirigió a la caseta
donde tenía sus enseres, firmó el parte al encargado y se dispuso a
disfrutar de un merecido descanso.
-¿120
cestos dices? - le preguntó el contable que, para más sonrojo
miraba el papel al revés.
-120
-respondió él secándose el sudor de la frente.
-Pues
no lo veo.
El
temporero, armado de paciencia, giró 180º la plantilla y le señaló
con un dedo dónde estaba su nombre.
-Manu,
¿ves? Y aquí están mis descargas. Como ves doce filas de 10
casillas con una cruz.
-¡Ah,
bueno! -exclamó el encargado-. Te, te puedes ir -dijo tartamudeando.
Manu
le tocó el hombro amistosamente y se fue al alojamiento, un galpón
preparado como dormitorio con aseos de campaña. Por el camino repasó
la escena y escuchó cómo la voz de su conciencia le interpelaba.
-Tú
vas para maestro de escuela, ¿no?. Pues haz el favor de no engañar
a Josín -y le recriminó-. No vuelvas a escamotearle 3 cestos como
hoy.
El
bracero sonrió para sus adentros. Josín era fácil de engañar.
Pero al fin y al cabo era el hijo del dueño, un hombre que no le
merecía tantos respetos.
-A
Josín le trataré bien cuando sea mi alumno -se justificó-. Y mandó
callar a la voz.
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