Entré en el bar y ya me
di cuenta de que incomodaba. El dueño no dejó de mirar a la
pantalla mientras me sirvió la caña de cerveza que le pedí y en
cuanto acabó se atornilló a la pantalla del televisor en el que
daban una carrera de Fórmula 1, sin ni siquiera pensar que yo quería
tomar algo más. Me convertí contra mi voluntad en un cliente
transparente.
Lo entendí enseguida,
cuando reparé que toda la decoración del bar tenía que ver con el
automovilismo, inclusive las servilletas que llevaban impresa la
imagen de un tal Fernando Alonso que, por lo visto, corría en una
escudería de nombre McLaren.
Trasegaba yo mi cerveza,
embebido en mis cuitas, cuando todos los presentes prorrumpieron en
gritos. Los parroquianos y el dueño estaban desolados por el
accidente de su ídolo y por un nuevo fracaso, decían, en la
trayectoria de gran piloto.
-A éste le persigue la mala suerte y hasta el diablo -decía uno.
-Le sacan con un carro de
bueyes en vez de con un bólido -decía otro.
-Para mí que alguien le
ha echado mal de ojo -decía un tercero.
-O le hacen vudú -añadía
un cuarto.
Sólo en aquel momento me
percaté de que yo había estado agujereando con un mondadientes la
figura del accidentado en la servilleta del bar. Nunca creí que yo
tuviera tantos poderes.
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