En una ocasión las
palabras se rebelaron contra el sistema, hartas de estar encerradas
en un diccionario, sin ninguna capacidad de movimiento.
-Este es su lugar y no
deben nunca moverse de aquí -les amenazó un académico, muy seguro
de su poder.
-Nosotras en la vida nos
movemos con total libertad de un sitio para otro, sin más orden que
el que conviene a cada hablante -protestaron ellas.
-No lo olviden, manténganse
cada una en su galería y en estricto orden alfabético -bramó el
engreído guardián de la lengua.
-Buaaaahhhh! -lloraron
desconsoladas todas las palabras que en el mundo han sido, las más
solicitadas, las más olvidadas, las más esquivas, las más
pomposas, las ruines, las infames, las altivas y hasta las más
recurridas por los enamorados, los mendigos, los poetas solitarios,
los niños inocentes, los embaucadores, la gente sincera...
Tan prolongados fueron sus
lloros que llegaron a conmover el corazón de un poderoso que se
apresuró a liberarlas de las cadenas del diccionario y dejarlas
moverse por el mundo a su libre albedrío. Solamente impuso una
condición: tendrían que presentar sus credenciales cuando alguien
lo solicitara, pero no más que que para aclarar su significación y
uso en boca de cualquier hablante. Eso sí, obedientes ante el
chasquido de un teclado que las reclamara.
Y todas se escaparon de los
diccionarios, como mariposas en desbandada, dejando sus triste
sombras impresas para siempre.
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