Razones para el orgullo
El cerezo florido rebosaba satisfacción por sus doscientas ramas cargadas de flores y de frutos en proceso de cuajar como mandan las leyes de la naturaleza. Sus extremos se balanceaban a merced del viento y el tronco se erguía orgulloso mostrando la exuberancia de su ramaje, pugnado por ser el más fuerte y bello de todos los frutales del entorno.
El manzano iba más rezagado en su proceso de florecimiento y cuajado. No se sentía humillado, ni ofendido por su tardanza, todo lo contrario. Su soberbia estaba escondida, pues sabía de sobra que el cerezo perdería sus frutos en menos de un mes y él, sin embargo, tenía tiempo de presumir de los suyos hasta bien entrado el otoño.
El olmo, al que nunca nadie le ha visto con frutas, y menos con peras como dicen que dice el famoso dicho, apartado en una esquina del huerto, los miraba con hastío. Sabía de sobra que las heladas traidoras de la primavera atlántica podían dejar a los dos árboles presumidos apenas con el follaje. El año anterior, sin ir más lejos, él fue el más elegante del lugar, pues todos perdieron sus frutos y quedaron reducidos a puros árboles llenos de hojas, no más.
Mientras, la humilde ortiga crecía a la sombra de aquel bosque cargado de egos y sonreía para sus adentros, pensando que aquellos árboles presumidos eran unos fatuos, pues no querían darse cuenta de que andaban los pobres medio año desnudos. No como ella que mantenía su poder intimidatorio y frescura durante todo el año.
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