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27 dic 2024

Dos charquitos

El viajero tuvo la dicha y la fortuna de visitar Machu Pichu, un viejo deseo que por fin pudo hacer realidad. Llegó a Aguas Calientes en un tren de otros tiempos y subió al monte sagrado en un bus que desafiaba las leyes de la física en cada curva. Y allí en plenos Andes, a 2,430 metros sobre el nivel del océano Pacífico, pisó tierra el curiosón de Juan Badaya, rodeado de una turba de visitantes furibundos en busca de la mejor foto del año. Pero un servidor contento, porque disfrutamos de una guía que lo explicaba todo. Me convertí en su sombra. Nos habló de la inverosímil arquitectura de las paredes de piedras machimbradas (sic), de las terrazas imposibles en las laderas (cada año se hunden 1 mm, algo que, dicen, va a llevar a cerrar el santuario), de los eficientes sistemas de drenaje, de sus ritos y culto al sol... En fin, que pareció corta la visita. Al viajero le dejó atónito un detalle. Al penetrar en el Templo del sol con sus paredes curvas, piedras pulidas con agua, arena y piel de llama, eso se cuenta, con sus ventanas ciegas, que en realidad eran alacenas, vimos todos dos charquitos inocentes en mitad del suelo. Estaban sobre una roca redonda y parecían restos de lluvia. Y lo eran, pero no porque sí. ¿Saben que son estos charcos? Nadie osó responder a la guía. Son dos espejos. Juan Badaya entró en trance. Sí, continuó la chica, en el equinoccio un rayo de sol entraba por la abertura superior, aquello sí que era una ventana, y se reflejaba en el agua, dando paso al calendario agrícola de los incas. Un servidor quedó mudo ante los logros del incanato. Un imperio que en un siglo montó una red de comunicaciones impresionante, administró un imperio y construyó aquellos monumentos. Atónito.
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