Desde
niño quise ser un almanaque, colgado en una pared al que todo el
mundo mirara para saber en qué momento vivía. Quise ser calendario
de bar, de taller de coches, de sacristía que marcara el inicio de
la Cuaresma, de jefe de personal en una empresa, de un periodista
deportivo, de un soldado contando sus días de permiso, de un
navegante que soñara con el atraque, de una embarazada que midiera
sus días antes del parto, de un condenado que esperara su libertad.
Quise ser el que medía el tiempo implacable, el que contaba los días
que restaban de vida o que acercaban a la gente al final de sus
días. Quise ser, eso, el tirano del tiempo, el repartidor de los
días y las noches, el de los acontecimientos felices, el de las
grandes desgracias. Quise ser eso, el que todo lo ve, el que todo lo
predice, el que todo lo ordena. Quise ser de niño el almanaque,
calendario, anuario, agenda y dueño y señor del tiempo. Hoy
tristemente confieso mi fracaso, no soy nadie. Soy, a lo sumo, un
consumidor de minutos, un malgastador de horas, un desperdiciador de
días, un testigo del paso rápido de los meses, una víctima de los
años. Soy ya, un viejo. Soy efímero.
______ o ______
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