Restaurante con vistas

Cuando llegamos al restaurante nos recibió el maitre. Mire, tenemos el comedor lleno, solo tenemos una mesa libre, pero con un problema. La ventana da justo al cementerio y se nos ha estropeado la cortina. Si son aprensivos no se la recomiendo. Nosotros callamos y él prosiguió. A cambio, tendremos algún detalle con ustedes. Mi marido se quiso poner digno, pero yo le callé de inmediato. Aceptamos, dije. La comida fue agradable, buenos platos y atención exquisita por parte de un camarero vestido rigurosamente de negro que, cuando llegaron los postres, rompió a llorar desconsoladamente. Perdonen mis lágrimas, nos dijo, pero no puedo evitar el ver desde la distancia los nichos del cementerio. Y empezó a citar los clientes fallecidos cuyos restos yacían en el campo santo. El primero del tercer piso es don Manuel que nos dejó el pasado verano después de un empacho en la casa, el sexto del segundo piso es don Ángel que murió de un infarto precisamente en esta mesa, el... Mi marido ya había cambiado tres veces de color, yo empezaba a sentir un dolor en el pecho y pedí que se callara. ¿Qué tiene de postre? Hoy, por ser ustedes, les invita la casa a huesitos de santo. Mi marido sudaba ya tinta. Yo, cortésmente, le dije que nos íbamos, que pagábamos en caja. Nos despidió amablemente. En el pasillo nos cruzamos con un grupo de jóvenes que esperaban una mesa libre. Sospeché que aquel camarero atrabiliario nos había echado sutilmente. Y también sospecho que en caja pagamos como siempre. No pienso volver, le dije a mi marido que llevaba, el pobre, casi media hora sin hablar.

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