28 jul 2017

Hombre cabal

En su primera juventud, Ernesto del Enredo descubrió el amor y puso mucho empeño en disfrutar de él. Era muy enamoradizo y por ende sufridor, lo primero por gusto y lo segundo como inevitable consecuencia de los sinsabores que le acarreaba cada desengaño. Con el paso de los años no se le atemperaron las ganas, ni los desamores hicieron mella en su ánimo. Prueba de ello es lo que ocurrió el día aquel en el que lo pusieron frente al pelotón de fusilamiento, una mañana que amaneció nublada en medio de la guerra maldita que desolaba el país. Le llevaron a empujones hasta la tapia del convento y le obligaron a cavar su tumba junto a una higuera de recias raíces. Hubiera protestado ante tanta crueldad, pero obedeció dócilmente las órdenes que le dio el mando que dirigía a los soldados. Hizo un hueco doble en el suelo, como para dos personas, simuló una almohada en la cabecera y se colocó erguido a un lado. Luego miró fijamente a los ojos azules de aquella suboficial que mandaba el pelotón de fusilamiento intentando quebrar su voluntad. Lanzó un beso justo antes de que sonara la descarga. Y cayó fulminado, profundamente enamorado de su verdugo.
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