En
su primera juventud, Ernesto del Enredo descubrió el amor y puso
mucho empeño en disfrutar de él. Era muy enamoradizo y por ende
sufridor, lo primero por gusto y lo segundo como inevitable
consecuencia de los sinsabores que le acarreaba cada desengaño. Con
el paso de los años no se le atemperaron las ganas, ni los desamores
hicieron mella en su ánimo. Prueba de ello es lo que ocurrió el día
aquel en el que lo pusieron frente al pelotón de fusilamiento, una
mañana que amaneció nublada en medio de la guerra maldita que
desolaba el país. Le llevaron a empujones hasta la tapia del convento y le
obligaron a cavar su tumba junto a una higuera de recias raíces.
Hubiera protestado ante tanta crueldad, pero obedeció dócilmente
las órdenes que le dio el mando que dirigía a los soldados. Hizo
un hueco doble en el suelo, como para dos personas, simuló una
almohada en la cabecera y se colocó erguido a un lado. Luego miró
fijamente a los ojos azules de aquella suboficial que mandaba el
pelotón de fusilamiento intentando quebrar su voluntad. Lanzó un
beso justo antes de que sonara la descarga. Y cayó fulminado,
profundamente enamorado de su verdugo.
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