Don
Antonio Gilsanz era hombre ya de una cierta edad, rechoncho, afable, de
habla pastosa e ininteligible, que todos los días se apostaba en el
confesonario para oír nuestros pecados. Bueno, los míos pocas
veces, porque no frecuentaba su compañía más que una vez al mes,
más que nada porque en aquella época yo no sabía qué era un
pecado. Decía, pues, que don Antonio Gilsanz era un romántico, ya
que después de escuchar las increibles transgresiones de aquellos
infantes, se emocionaba viendo su ingenuidad y soltaba un sonoro
beso, he dicho sonoro y creo que me quedo corto, en la frente del
pecador que tenía frente a sí arrodillado. La banda de maliciosos
que estábamos en la capilla teniamos un ranking en el que medíamos
el entusiasmo, la intensidad y fogosidad del beso, así que luego
interrogábamos al destinatario sobre el porqué. Llegamos a la
conclusión de que nadie cometía pecados, que más bien se los
inventaba para cumplir con el estandar de pecador que quería escapar
del infierno. El caso es que a don Antonio Gilsanz se le preguntó
una vez sobre la razón de sus besos y el hombre de voz pastosa y
casi ininteligible nos despejó el misterio: Yo no doy besos, que lo
mío son ósculos de perdón a santos inocentes. Tal cual. Aquella
cuadrilla de incipientes revolucionarios estuvimos unos días dando
vueltas a la respuesta de aquel jodido cura, pues según indagamos,
el tal ósculo era un beso de respeto y afecto que no tiene que
ver con la sexualidad. Esto último ya nos descolocó, porque se
abría un nuevo campo de investigación, en el que nos centramos
tanto que aún seguimos en ello. Y al tal don Antonio Gilsanz lo
dejamos de lado para siempre.
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