La
primera vez que Fray Bartolomé vio un hombre desnudo se llevó un
susto de muerte, se tapó los ojos con la mano izquierda e imploró a
voces la ayuda de Santo Tomás para que lo librara de caer en pecado.
Y el mentado Santo Tomás de Aquino, que había recibido el don
divino de ser inmune a las tentaciones de la carne, parece que se
hizo el sordo, porque la escena no varió un ápice. Al abrir un ojo
y mirar entre los dedos, Fray Bartolomé vio de nuevo al hombre
desnudo y provocador que también se tapaba la cara para no ser
reconocido. Vade retro Satanás, vociferó el fraile,
santiguándose compulsivamente con la mano que usaba para salvar el
pudor. Pero en aquel preciso instante captó un aire familiar en la
escena que le desconcertó. El provocador de enfrente tenía colgado
al cuello un escapulario de la Virgen del Carmen, ¡como él! Y un
cilicio en el muslo, ¡como él! Y una barriga considerable, ¡como
él! Y aquí surgieron las dudas. Abrió los ojos dispuesto a
encontrar alguna diferencia y comprobó que aquel demonio desnudo era
su alma gemela. Observó con tanta curiosidad que pronto se convenció
de que aquella prolongada mirada era un pecado gravísimo en toda
regla. Y se acongojó. Huyó del baño como pudo, colocándose el
hábito de mala manera, y acudió a la capilla a confesarse. Le
recibió Fray Giuliano de Savonna que escuchó pacientemente lo
sucedido. Éste aprovechó la confesión para entrar en detalles. No
era cuestión de desperdiciar aquella ocasión de salir del tedio de
la vida conventual. Finalmente le reconvino. Fray Bartolomé, ¿es
ésta la primera vez que viene a Roma? Si, hermano. ¿Sabe lo que es
un espejo? El fraile encogió los hombros. Que sepa, hermano, que el
espejo recoge y refleja su imagen, usted mismo es el que ha visto.
¡Oh, Virgen Santa! ¡Que sepa que lo
que hacía el hombre desnudo ante sus ojos era lo que hacía usted,
hermano! ¿Que yo hacía...? ¡Dios perdone mis pecados! Y que sepa que
nos lo ha colocado el Abad para facilitar el aseo, no más. ¡Prometo
no volver a... Me arrepiento! De penitencia, deberá acudir de ahora
en adelante a los baños con el cilicio oprimiendo su muslo al
máximo. Sí, Fray Giuliano, que Dios lo bendiga. Y fue así como
nuestro fraile salió del apuro y purificó su alma. No así el
confesor, que durante varios días tuvo remordimientos por
refocilarse en el relato del inocente Fray Bartolomé.
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